El irritador
El 8 de noviembre fue mi cumpleaños. Me pareció que una buena manera de festejarlo consistía en entablar un diálogo con alguna persona desconocida.
Serían las diez de la mañana.
En la esquina de Florida y Córdoba detuve a un señor de unos sesenta años, muy bien vestido, con un maletín en la mano derecha y con cierto aire vanidoso de abogado o escribano.
—Discúlpeme, señor —le dije—, ¿usted podría por favor indicarme cómo debo hacer para llegar a la plaza de Mayo?
El señor se detuvo, me observó de pies a cabeza y me contestó con una pregunta ociosa:
—¿Usted quiere ir a la plaza de Mayo o a la avenida de Mayo?
—En principio me gustaría ir a la plaza de Mayo, pero, si tal cosa no fuera posible, me conformaría con ir a cualquier otro lugar.
—Muy bien —dijo, ansioso por hablar y sin haberme prestado la menor atención—. Tome hacia allá —señaló el sur—, y va a cruzar Viamonte, Tucumán, Lavalle...
Me di cuenta de que iba a encontrar placer en enumerar las ocho calles que yo debería cruzar, y entonces decidí interrumpirlo:
—¿Usted está seguro de lo que dice?
—Absolutamente seguro.
—Discúlpeme si dudo de su palabra —expliqué—, pero hace unos minutos un hombre con cara de inteligente me dijo que la plaza de Mayo quedaba hacia allá —y señalé en dirección a la plaza San Martín.
El señor se limitó a decir:
—Será alguien que no conoce la ciudad.
—Sin embargo, como le decía, era un hombre con cara de inteligente. Y yo, como es lógico, prefiero creerle a él, y no a usted.
Mirándome con severidad, me preguntó:
—A ver, dígame, ¿por qué prefiere creerle a él antes que a mí?
—No es que yo prefiera creerle a él antes que a usted. Pero, como le dije, ese hombre tenía cara de inteligente.
—¡No me diga...! ¿Y yo tengo cara de burro, acaso?
—¡No, no...! —me escandalicé—. ¿Quién dijo tal cosa?
—Como usted dijo que el otro hombre tenía cara de inteligente...
—Es que, en verdad, era un hombre con un rostro muy inteligente.
Mi interlocutor mostró alguna impaciencia:
—Muy bien, caballero —dijo—, estoy bastante apurado, así que lo saludo y me retiro.
—De acuerdo, pero ¿cómo hago para llegar a la plaza San Martín?
Hubo en su cara un breve gesto de contrariedad:
—¿Pero no me había dicho que quería ir a la plaza de Mayo?
—No: a la de Mayo, no. A la plaza San Martín quiero ir. Nunca se habló de la plaza de Mayo.
—En ese caso —ahora señaló hacia el norte—, tome por Florida, y va a cruzar Paraguay...
—¡Usted me está volviendo loco! —protesté—. ¿No me dijo antes que tenía que tomar hacia el lado opuesto?
—¡Porque usted me dijo que quería ir a la plaza de Mayo!
—¡En ningún momento hablé de la plaza de Mayo! ¿Cómo se lo tengo que decir? ¿Usted no entiende el idioma o todavía está medio dormido?
El señor enrojeció; vi cómo su mano derecha se crispaba contra la manija del maletín. Me dirigió una frase que es preferible no repetir y se puso en marcha con pasos rápidos y violentos.
Daba la sensación de estar un poco enojado.
1988
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarmecon un paraguas en la cabeza
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado en un banco del bosque de Palermo. De pronto sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánica e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación: él siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión, y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un puñetazo en el rostro. El hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo, al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y en aquel momento tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberlo golpeado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, por completo indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza.
Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en mi persecución, tratando en vano de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: “Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza”. Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé —bajamos— en el puente de Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fe. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: “¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?”. Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos empezaron a seguirnos, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle bruscamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Sin embargo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y —Dios me perdone— hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes con mansedumbre, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. En fin, esa certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. Tampoco sé si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, en los últimos tiempos he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, me hostiga cierto presentimiento. Una nueva angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.
De Imperios y servidumbres
Editorial Seix Barral, Barcelona 1972
Reinserción en la sociedad
Nuestra luna de miel transcurrió en Bariloche. Al atardecer de un sábado volvimos a Buenos Aires, deseosos de estrenar nuestro departamento de dos ambientes.
En el dormitorio encontramos una jaula.
Idéntica, en escala mayor, a las jaulas para loros. Tenía una base circular, de unos tres metros de diámetro, y rejas verticales: a modo de meridianos, se iban uniendo hacia arriba, hasta culminar en una cúpula puntiaguda, que rozaba el cielo raso.
Para hacerle lugar a la jaula en el dormitorio, habían llevado la cama y las mesitas de luz al comedor, y habían comprimido la mesa y las cuatro sillas contra una pared. Obstruidas por la cama, sería difícil abrir las puertas de los armarios. Muebles, pisos y paredes mostraban rayaduras y golpes.
En la jaula había un hombre pálido, de cabellos rojizos. Daba la impresión de extrema pulcritud y también de algo anacrónico. Vestía traje cruzado, negro, con finas rayas grises; blanca camisa almidonada; corbata oscura; zapatos negros, muy lustrados; sobre las rodillas sostenía un sombrero gris, tan limpio, tan antiguo y tan nuevo como el resto de su persona. Esos elementos de otras épocas que parecían recién fabricados me inspiraron una idea molesta de utilería, de disfraz, de reconstrucción arqueológica.
Todo esto lo fuimos viendo más tarde. Al principio, Susana y yo experimentamos una conmoción. El hombre aguardó que nos calmáramos y dijo, con tono monocorde:
—No los esperaba hoy. Según mis informes —consultó una libreta—, ustedes deberían haber regresado mañana por la noche. El cronograma es bien claro: “viernes 12, instalación del tutelado; sábado 13, jornada de adaptación física y psicológica; domingo 14, arribo de los tutores”. Y hoy, si no me equivoco, es sábado 13.
—Es cierto —respondí—; adelantamos un día la fecha de regreso. Resulta desagradable volver pocas horas antes de reintegrarse al trabajo.
—Más desagradable resulta recibir gente antes de lo previsto. Al señor Rocchi le van a disgustar estas informalidades que, por otra parte, perturban mis proyectos para esta noche.
—¿El señor Rocchi? ¿El propietario de la empresa inmobiliaria?
—¿Quién, si no? Él en persona se ha encargado de efectuar las gestiones necesarias. Y no son trámites placenteros ni rápidos. Pero el señor Rocchi sostiene la idea de que todos los ciudadanos deben extremar su celo para cumplir y hacer cumplir las leyes.
Decidí poner las cosas en su lugar:
—¿Leyes? ¿Qué leyes son ésas? ¿Y desde cuándo el tal Rocchi, un mero comerciante, tiene poder para hacer cumplir las leyes?
El hombre continuó, siempre monótono:
—Usted es una persona que aún no conoce la vida. Además, su casamiento le ha impedido interiorizarse de ciertos cambios introducidos en la legislación inmobiliaria. Por ejemplo, el señor Rocchi es ahora un magistrado. Y también usted es, dentro de ciertos límites, un magistrado.
—¿Yo, un magistrado? —ensayé una risita incrédula.
—No tanto: más bien una especie de auxiliar de los magistrados.
—¿Un auxiliar del señor Rocchi, entonces?
—Sería imprudente adelantarme a la decisión de las autoridades. Sin embargo —bajó la voz—, puede tomar esta información como una estricta confidencia.
—¿Y por qué me hace usted una confidencia?
—Mi regla de oro, señor, es Saber convivir. Puesto que pasaremos bastante tiempo bajo un mismo techo…
—¡Bastante tiempo bajo un mismo techo!
—Así es, señor. Yo soy mayor que usted: treinta años, o aún más. He progresado muy poco; me encuentro en el grado más bajo del escalafón carcelario: sólo soy un recluso. En cambio, usted es aún un hombre libre y ya logró el primer honor en la carrera carcelaria: el grado de auxiliar.
Entonces estalló Susana:
—¡Jamás en mi vida he oído tantas estupideces juntas! El problema básico es: ¿qué demonios está haciendo este hombre con su horrible jaula en nuestro dormitorio? Y además: ¿quiénes y por qué han llevado la cama y las mesitas al comedor, y quién pagará los daños que les produjo la mudanza?
—Mi joven señora, no puedo aplaudir el tono, un tanto áspero, de su inquietud. Hay cuestiones de orden práctico. El traslado de la cama fue imprescindible porque, de lo contrario, no se habría podido ubicar la celda en forma reglamentaria. ¿Quién pagará los daños?: las autoridades proyectan crear un equipo de obreros de diversas especialidades que, por una suma módica, volverán a dejar sus muebles y paredes en óptimo estado. Pero antes usted preguntó qué demonios hago yo con mi horrible jaula en su dormitorio. A mi vez, yo le pregunto: ¿cree usted que yo estoy aquí por mi propia voluntad?, ¿piensa que me agrada ser un presidiario?
—Es que a mí no me interesa si usted está preso por su voluntad o por la ajena. Lo que no puedo soportar es su jaula en nuestro dormitorio.
—No es una jaula: este término carga la desagradable connotación de animales en cautiverio, idea opuesta al espíritu humanitario que guía a nuestras autoridades. Tampoco celda ni calabozo. Su nombre técnico es “receptáculo reinsercional”.
Esta rectificación irritó aún más a Susana:
—¿Por qué en nuestro dormitorio? ¿Por qué en nuestro dormitorio? ¿Por qué en nuestro dormitorio? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué…?
—Los diputados y senadores argentinos son personas inteligentes, cultas, laboriosas, honestas, austeras y altruistas. Merced a estas virtudes, han promulgado nuevas leyes, cuyo conjunto se conoce con el nombre de Régimen de Reinserción Social y que…
—¿Quiere hacerme creer —lo interrumpí— que usted está en nuestro dormitorio debido a esas nuevas leyes?
Colocó el sombrero sobre el índice izquierdo y, tomándolo del ala con la mano derecha, lo hizo girar, mientras meneaba la cabeza:
—Yo sólo soy un recluso. Dentro del sistema carcelario cumplo la función más humilde. Ustedes dos gozan del grado inmediatamente superior al mío. Deberían dominar el tema mejor que yo. Pero, en la práctica, nunca sucede así, ya que yo hace muchos años que pertenezco al sistema, mientras que ustedes acaban de ser admitidos en él. Deberían sentir una inmensa alegría por esa admisión, pero no la sienten: tal fenómeno, aunque dista de ser mayoritario, suele presentarse siempre. Cuando conozcan la letra de las nuevas leyes, sentirán no sólo alegría sino también orgullo.
Susana tenía los puños crispados.
—Si me permiten —añadió el hombre—, yo podría dar algunos datos sobre el Régimen de Reinserción Social…
—Estoy ansioso por oírlo —su lentitud me resultaba insoportable.
—Las autoridades, tras estudiar el antiguo sistema carcelario, comprobaron que no respondía a las necesidades de la sociedad moderna. Por lo tanto, no vacilaron en reemplazarlo por otro sustentado en ideas solidarias. ¿Me explico…?
—Sí, sí, adelante —sacudí la mano con impaciencia.
—El Régimen de Reinserción Social se basa en dos principios interrelacionados: A y B. Mediante A, se procura la progresiva reinserción del presidiario en la sociedad; mediante B, se reemplaza el antiguo sistema de unidades carcelarias colectivas por otro de unidades carcelarias individuales. Las empresas inmobiliarias distribuyen los presidiarios en las viviendas a estrenar y, gracias a esta medida, las antiguas cárceles son demolidas para dar lugar a plazas y parques.
—Pero, ¿por qué en las viviendas a estrenar?
—Las viviendas viejas no siempre guardan condiciones estéticas gratas y pueden influir de modo negativo en la psiquis del presidiario. En cambio, un ámbito de prisión moderno influye de modo muy beneficioso en su reinserción en la sociedad. Además, custodiar un recluso tiene que causar enorme júbilo en los nuevos dueños de casa: es como si…
—¿De manera que Susana y yo somos sus guardianes, y usted, nuestro presidiario?
Decepcionado, volvió a menear la cabeza:
—Las autoridades no utilizan los términos guardianes y presidiarios. Emplean tutores y tutelados, vocablos que se adecuan al principio Adel sistema: la progresiva reinserción del presidiario en la sociedad. ¿No lo cree usted así?
—Pero veo que tanto las autoridades como usted sí utilizan la palabra presidiario.
—Sólo a modo de metáfora poética, para que los tutores comprendan sus obligaciones.
—¿Obligaciones…?
—Digamos tareas. Son escasas y sencillas. Sólo deben proveerme, en cantidad y calidad adecuadas, de comida, ropa, asistencia médica y psicológica, ejercicios gimnásticos, elementos de higiene, etcétera... En suma, las cosas materiales a que se hace acreedor un ser humano en cuanto tal. También se prevé la rehabilitación espiritual del tutelado mediante el esparcimiento y la información: me corresponden diarios, revistas, libros, televisor, equipo de audio… Dos noches por semana, martes y jueves, me visitan amigos de cierta edad: señores aficionados a los naipes y a los dados, y a quienes se debe agasajar con entremeses y bebidas.
—¿Cuántas personas serían?
—Nunca más de ocho o diez. Asimismo, no he abandonado mis prácticas sexuales: los sábados por la noche recibo a la señorita Cuqui, una muchacha bella, encantadora y culta. Una joven de tantos méritos no podría enamorarse de mí, de modo que ustedes deberán retribuir sus favores. Desconozco la tarifa, pues odio ocuparme de algo tan ruin como el dinero. Más bien me place el arte, y tres veces por semana (lunes, miércoles y viernes) tomo lecciones de batería con un chico rockero, devoto de la música delicada y cuyos honorarios no son muy altos.
—Pero —preguntó Susana— ¿cómo podríamos hacernos cargo de tantos gastos?
—Yo nunca he sido un hombre de suerte —volvió a menear la cabeza—. Otros colegas fueron alojados en hogares de sólida posición económica... En fin, la vida suele ser injusta... Yo les aconsejaría describir el problema en una carta-documento; a ella debe adjuntarse una foja adicional, en original y cuatro copias, en papel sellado, firmada por un contador público y un escribano; en esta foja constará el detalle pecuniario de ingresos y erogaciones, de manera que los tutores puedan probar la existencia de un déficit considerable. Las autoridades se desviven por resolver los problemas causados por los tutores, y hasta es posible que los honren con una beca de tutor.
Calló, dando a entender que se había excedido en revelar esta ventaja. Tuve que preguntar:
—¿En qué consiste la beca de tutor?
—Implica un derecho y un deber. En cuanto al primero, las autoridades intentarán conseguirles sendos empleos nocturnos: por ejemplo, el caballero podrá formar parte del personal de maestranza de alguna estación ferroviaria del conurbano bonaerense; respecto de la señora, no creo que la señorita Cuqui se niegue a iniciarla en los misterios de su apostolado. A cambio de estos privilegios, ustedes deberán asistir a los Cursos Holísticos de Perfeccionamiento para Tutores: sus aranceles son bastante reducidos y se dictan en la ciudad de Luján.
—¡En Luján! —dije estúpidamente—. ¡Tan lejos…!
—No tienen obligación de solicitar la beca —repuso, y agregó, bostezando—: Ya es casi la hora de la cena. No tengo preferencias especiales: acepto cualquier comida, a condición de que sea abundante, variada, con los condimentos apropiados y acompañada de vino tinto de excelente calidad.
Susana corrió a la cocina.
—Siempre me baño antes de cenar. Ésta es la llave de la celda.
Me la entregó a través de los barrotes. Abrí la puerta y el hombre salió. En la mano llevaba un pequeño bolso deportivo, que contrastaba con la severidad de sus ropas. Y de este mismo anacronismo brotaba ahora una paradójica sensación de salud, de fuerza, de bienestar.
—No es necesario que usted conserve la llave en su poder. La tengo conmigo para entrar y salir, pues soy enemigo de causar la menor molestia a nadie. ¡Señora! —gritó—. ¡Me sube un poco el calefón, por favor! Y usted —me dijo— alcánceme un toallón limpio y, para mañana, no se olvide de comprarme un frasco grande de champú especial para cabellos teñidos.
Obedecí. Se colgó el toallón en el cuello; abandonamos el dormitorio, llegamos frente al cuarto de baño.
—Me atrevo a recordarle que hoy, sábado, es el día en que viene la señorita Cuqui. Pudorosa como es, le resultaría chocante encontrarse con gente extraña. Así que, por favor, a las veintitrés y treinta, usted y su esposa tendrán la amabilidad de retirarse.
Apoyó la mano en el picaporte:
—Voy a utilizar la cama matrimonial: ha escapado a la perspicacia de las autoridades la notoria incomodidad de la cucheta reglamentaria. Ah..., sábanas sin usar, se lo ruego.
—Este… ¿Y cuánto demorará… todo eso?
—Pueden volver a las tres y media o cuatro de la mañana. Toque el timbre una sola vez; si no recibe respuesta, no insista: la señorita Cuqui es muy enérgica y, cuando concluye su labor, suelo sumirme en un sueño tan merecido como profundo. En tal caso, dése una vueltita mañana a las diez en punto: antes de esa hora, no, pues aún estaré entregado al reposo; y, después de las diez, tampoco, ya que acostumbro tomar mi desayuno a las diez y cuarto.
Entró en el cuarto de baño. Atiné a preguntarle:
—¿A cuánto tiempo ha sido condenado?
—A cadena perpetua —contestó, y sus palabras me llegaron apagadas por el ruido de la ducha.
A la memoria de mi idolatrado K.
Corazones solitarios
1
El aviso decía:
Atractiva señora, origen alemán, 35 años, rubia, distinguida, culta, 1,75 estatura, desea conocer caballero 40-45 años, igual situación, se interese cultura, fines serios. Escribir a Sra. Hilda Wagner, Roque Pérez 2435, 1430 Buenos Aires.
La carta, en prolija tipografía de computadora, decía:
Estimada Sra. Hilda Wagner:
Interesado en su aviso publicado en el último número de la popular revista Sentimientos, me atrevo a hacerle llegar algunos datos sobre mi persona, que espero sean de su agrado y nos lleven quizás a conocernos y a entablar una relación que espero sea agradable y fructífera tanto para usted como para mí.
Mi nombre es Eugenio Carlos Brizzolara, soy argentino, soltero, cumplí cuarenta y dos años el pasado mes de mayo (soy del signo de Tauro), mi profesión es abogado y a lo largo de mi vida he sabido hacerme una buena posición económica como fruto de mi trabajo honesto y perseverante.
Soy un hombre serio, tranquilo y hogareño, pero la suerte no ha querido que yo encontrara la mujer ideal para compartir mis días, mis sueños y mis esperanzas, de manera que hasta el día de hoy no he logrado casarme.
Soy, como usted lo prefiere, una persona culta, que gusta de los buenos libros, de las exposiciones de pintura y también un poco de la música culta, como por ejemplo Beethoven, Mozart, Bach y su antepasado el autor de Tristán e Isolda(¡le pido me disculpe esta pequeña broma!, como ve, tengo sentido del humor).
Mi domicilio postal es Casilla de Correo 242, Sucursal 25.
Esperando tener pronto noticias suyas, le mando un respetuoso y cordial saludo.
Eugenio Carlos Brizzolara
La estilográfica firmó los dos nombres y el apellido, con tinta azul, letra cuidadosa y exceso de rúbricas.
El sobre —que fue despachado en la sucursal de la avenida de Mayo— era alargado, blanco y, si se quiere, algo solemne.
La carta, estampada al dorso de una hoja tamaño oficio que llevaba el membrete de una compañía de seguros y redactada con una antigua máquina de escribir Remington Rapid-Riter, que, por tener los tipos algo sucios, dejaba una sombra grisácea en el interior de algunas letras, decía:
Querida Hilda:
A veces las palabras están de más.
Soy un joven de cuarenta y dos años, soltero y con esperanzas. Me gusta mucho la cultura, pero más me gustan las mujeres, sobre todo si son altas y rubias como una que quiero conocer pronto.
Mi situación económica es buena, pero no rechazaría un premio de la lotería.
Me llamo Juan Pablo Zubieta y trabajo en el ramo de los seguros, con buen sueldo y cargo jerárquico.
Si te interesa la propuesta, podés mandarme unas líneas a la calle Costa Rica 5649, 5º A, 1414 Capital Federal.
Un beso,
Juampi
Sobre la última palabra había una gruesa JPZ de marcador verde. El sobre, corto y sencillo, fue despachado desde la sucursal que se encuentra frente a la plaza de los Dos Congresos.
2
Yo, Federico Sordi, no me cuento ahora entre las personas que cada día se presentan a trabajar en un empleo.
En cambio, a intervalos irregulares, retiro el trabajo que luego realizo en mi casa. Quienes, dándome trabajo, me permiten vivir, son unas cuantas empresas editoriales.
Desde los dieciocho años y hasta los treinta y dos, trabajé como empleado en cierta compañía comercial de Buenos Aires. Durante esos tres lustros, lejos de “enriquecerme espiritualmente”, me dediqué a detestar a la compañía y a cuanto hubiera en su interior; por las noches trataba de cultivarme —de modo por cierto asistemático— en el campo de las humanidades.
A manera de infantil trofeo de guerra, me aprovisioné, mediante metódicos hurtos diarios, de aquellos bienes de la empresa que consideré útiles o agradables: lápices, biromes, clips, sacapuntas, gomas de borrar, abrochadoras, reglas, perforadoras y, sobre todo, montañas de papeles tamaño carta y de papeles tamaño oficio, algunos con membrete de la empresa, otros sin él. Puedo asegurar que nunca economicé papel; hasta tal punto fueron eficaces mis rapiñas que —ahora mismo: diez años después de abandonar la compañía— conservo una provisión de papel que supera con holgura la cantidad de veinte mil hojas.
Que las editoriales me den trabajo no significa que yo sea un escritor. Aunque he llenado no menos de un millar de las citadas hojas con tres novelas y multitud de cuentos, he tenido el suficiente discernimiento para advertir el escaso valor literario de mis creaciones, que nadie ha visto ni verá.
Soy, a lo sumo, un merodeador de los territorios de la ciencia en algunas ocasiones, de la literatura en otras. O, lo que es peor, a veces sólo soy un merodeador de la seudociencia o de la infraliteratura.
Mi relación con las empresas editoriales se bifurca en dos actividades, que me confieren dos personalidades diferentes, pero no contradictorias y quizá complementarias.
A veces, oficio de corrector: cuando me va bien, de corrector de estilo; cuando no me va tan bien, de corrector de pruebas. No quiero decir que una cosa sea más digna o más elevada que la otra, sino sólo que la primera está mejor remunerada.
Junto con el oficio de corrector, tengo también el de traductor. Como siempre fui muy aficionado a la lectura, bastante curioso e inclinado a los idiomas y a las gramáticas, aprendí, sin ayuda, a leer en varias lenguas. A leer, no a hablar, que es algo muy distinto. De manera que puedo traducir con bastante fluidez desde el inglés, el francés, el italiano, el portugués y, si no me apuran demasiado, incluso desde el alemán, aunque en verdad más del noventa por ciento de lo que me dan para traducir viene en inglés, y, de esta masa, un nuevo noventa por ciento es de origen norteamericano.
3
Para que el diariero de mi barrio no se forjase una idea errónea de mi personalidad, compré el número de la popular revista Sentimientos en un quiosco del centro. De entre la multitud de avisos (de los cuales nada podría saber yo, ya que en todos ellos se ocultarían grandes y/o pequeñas mentiras y ficciones), elegí, como podría haber elegido cualquier otro, el de Hilda Wagner. El aviso, mutatis mutandis, no era demasiado diferente de los demás, ya que la mayoría de las postulantes se autodenominaba “atractiva, distinguida, culta, sugestiva, elegante, educada”, etcétera, etcétera. Creo, en fin, que lo que me decidió por Hilda Wagner fue la conjunción de dos elementos. El primer elemento tiene carácter paradójico y se impuso por lo absurdo: el aparente o real origen alemán de la susodicha; esto me atrajo precisamente porque la gente germana siempre me ha parecido un poco extraña, y entonces, no sé por qué, me alegró pensar que iba a ponerme en contacto con una persona a priori un poco extraña. El segundo elemento se refiere más al campo de los amores inexplicables: me sedujo que viviera en la calle Roque Pérez, muy cerca de la estación Coghlan, lugar por el cual —sin haber vivido nunca en él— siento un misterioso afecto.
Entonces escribí las cartas.
4
Ese mismo día la Editorial Psiqué me asignó la traducción, desde el inglés, de un extenso libro integrado por catorce artículos de otros tantos autores. El original inglés, publicado en Nueva York, tenía casi quinientas páginas y se titulaba, con lacónica pedantería, Psychoanalysis Today. En la editorial tenían prisa, y me encarecieron me apresurase lo más posible. Así lo prometí.
Apenas llegué a casa, me puse frente a la computadora y empecé a traducir aquel libro, que tenía el reconocible sabor y olor de cosa ya leída, de variaciones infinitas sobre el mismo tema, de bibliografías cuyas obras citaban las obras de otras bibliografías que ya habían citado a las primeras y a las últimas, las que, a su vez, ya citaban a cada una de ellas en particular y a todas ellas en conjunto, en un juego infinito de alimentación recíproca hacia adelante, hacia atrás y hacia todos los costados, proceso de gigantismo que contribuía al hecho verificable fácilmente de que el psicoanálisis fuera la superciencia, la ciencia de todas las ciencias y, sobre todo, las más lucrativa, la que permitía vivir magníficamente bien a los psicoanalistas y que permitía también a los psicoanalizados el placer de hablar de sí mismos y, por qué no, el placer de sentirse trastornados y un poco locos, y el orgullo de relatar sus trastornos y de exhibir sus locuras.
De manera que todos estaban contentos, inclusive yo, que iría a cobrar una razonable suma por traducir aquellos catorce artículos tan sencillos, que decían más o menos lo mismo que ya habían dicho y seguirían diciendo todos los artículos escritos o por escribirse.
Con mi cabeza puesta por entero en ese trabajo, corrió toda esa semana y mi traducción avanzaba bien y con rapidez. Como el sábado y el domingo fueron días lluviosos, aproveché para adelantar el trabajo.
El primer lunes de julio ya andaba por la mitad del artículo sexto; oí un ruido susurrante, el típico chistido del papel cuando se desliza horizontalmente sobre el piso, pasando debajo de la parte inferior de la puerta.
5
Era un sobre de papel grueso, de buena calidad, y, curiosamente, de color amarillo muy fuerte, casi como el color de la yema del huevo. El remitente decía:
H. W.
Roque Pérez 2435
1430 Buenos Aires.
Con mucha prolijidad y utilizando la tijera (pues no me gusta destruir documentos), corté el borde superior del sobre y extraje un papel de la misma clase y de igual color. Lo desplegué sobre la mesa.
Con negrísima letra de máquina eléctrica de escribir, decía:
Buenos Aires, Martes 29 de Junio de 1999
Sr. Juan Pablo Zubieta
Costa Rica 5649, 5º A,
1414 Capital Federal
Estimado Sr. Zubieta:
Mucho le agradezco su amable carta del ppdo. dia 11 de Junio, la cual quedará en mi pertenencia con el fín de evaluarla convenientemente en su momento adecuado y oportuno.
No obstante pienso que por el momento actual en virtud de múltiples compromisos de mi parte no será posible acceder a su vehemente deseo de conocerme personalmente.
Reciba Vd. mis atentos y respetuosos saludos,
Hilda Wagner
—Pero ¿quién te creés que sos? —esta frase me surgió de lo más profundo del alma.
Aunque parezca extraño, yo me sentía dostoievskianamente ofendido y humillado. Había en la carta de Hilda Wagner una suerte de ubicarse en la posición del superior que no accede a un pedido de empleo de un peón de limpieza. Era en especial irritante la frase “con el fin de evaluarla convenientemente”.
Como mínima venganza, consideré las deficiencias de su prosa:
—Además, en lugar de en mi pertenencia debió poner en mi poder; escribió martes y juniocon mayúscula, día sin tilde y fin con tilde…
Sin embargo, el asunto no daba para más. Volví a leer la carta y, luego —en vez de arrojarla a la basura, como habría sido lo razonable—, la archivé, junto con el sobre, en una carpeta que inauguré ad hoc.
Junto con esta locución latina, de frecuente uso jurídico, y por una lógica asociación de ideas, me pregunté: “¿Y cómo le habrá ido al rival de Zubieta?”.
Volví a mi traducción y no pensé más en el asunto. Trabajé hasta muy tarde y me acosté cerca de las tres de la mañana.
6
El martes, cuando me desperté, me sentía aún con sueño, pero, como aborrezco dormir a la mañana, hice un esfuerzo y me levanté.
Tracé, ignoro por qué, una especie de frontera simbólica entre el trabajo y algo que aún no sabía qué sería. De modo que un rato después, me hallaba recién bañado, rasurado, las mejillas con olor a loción para después de afeitarse y, muy contento, vestido con un pantalón de gabardina gris y un bléiser azul.
Me asomé al balcón. Una mañana nublada y muy serena hacía más gris aún la siempre grisácea calle Costa Rica, donde vivía desde hacía tantos años.
Apoyé los codos en el antepecho del balcón. Si hubiera querido, me habría dejado llevar por mis pensamientos, que seguramente me habrían conducido, en esos instantes, a reconstruir episodios del pasado, que solía ser uno de mis ¿placeres? recurrentes. En efecto, me encantaba evocar episodios ocurridos hacía muchísimo tiempo.
Pero ahora no quería hacer eso. Bebí una segunda tacita de café y fumé un cigarrillo, con el orgullo de saber que, desde hacía ya unos cinco años, había logrado la hazaña de —ocurriera lo que ocurriere— no fumar nunca más de tres cigarrillos por día. Y éste, que era el de la mañana, acababa ya de fumarlo y entonces salí del departamento, bajé en el ascensor y salí a la calle.
Serían las 10 de la mañana. En la esquina de Bonpland y Costa Rica tomé el primer colectivo que apareció, y que resultó ser el 111.
7
El colectivo abundaba en asientos libres: me senté en mi lugar preferido, que es el asiento doble que, en los 111, está ubicado inmediatamente después de la puerta para descender. Luego me dediqué, con el placer de siempre, a mirar por la ventanilla.
Pero, habiendo tantos asientos libres, ese maldito individuo tuvo que venir a sentarse a mi lado, y resultó ser uno de esos sujetos absolutamente insoportables. Como primera lacra, despedía un olor que resulta inconfundible y cuyos elementos constituyentes podría caracterizar así: falta de baño + ropa sucia impregnada de olor a cigarrillo + olor a pelo grasoso. Y, como si estas abominaciones no fueran suficientes, se dedicaba, con intervalos regularísimos de veinte segundos, a hacer chasquear las encías con sonora satisfacción; en verdad, no sólo hacía chasquear las encías, sino que lanzaba, además, una especie de silbidito húmedo, que me provocaba a la vez asco e indignación. Me puse a mirarlo furibundamente de reojo y todo lo que lograba ver de él incrementaba mi reprobación: su barba a medio crecer, las uñas sucias, un anillo de sello, el pantalón de un traje y el saco de otro traje, un ejemplar de La Fija arrugado y manoseado…
Me puse de pie y me alejé unos pasos de él, apostándome frente a la fila de los asientos simples. Esto ocurrió exactamente cuando el colectivo llegó a la avenida Santa Fe.
—Ahí tiene asiento —me dijo una señora, señalándome uno de los lugares libres que yo bien veía.
—Le agradezco, pero no puedo sentarme. Sufro de lumbalgia esquemática tangencial serventesia.
—No me diga. Qué casualidad —la señora se tocaba con una suerte de gorro ruso, que más bien parecía la guarida de una rata—. Lo mismo que mi marido. No puede dormir en cama. Tiene que dormir en el suelo por culpa de la lumbalgia.
—Sí, pero mi lumbalgia es mucho más grave, porque cada tanto me agarra el serventesio. Si me siento, ya después la cintura se me queda aristotélicamente dura y pierde su flexibilidad intersticial, de modo que debo quedarme doblado horas y horas, y dormir doblado por la mitad.
—Ay, pobre… —se condolió; pero, si voy a decir la verdad, no me pareció sincera.
Por eso proseguí:
—Justamente ahora voy a ver al doctor Federico Sordi, un gran médico, una verdadera celebridad, que quiere operarme. Dice que, amputándome la oreja izquierda, voy a curarme para siempre de la lumbalgia esquemática tangencial serventesia. Y lo voy a hacer. Igual, tengo dos orejas, así que, si pierdo una, no hay problema. Adiós, señora.
Y, dándole la espalda, me ubiqué frente a la puerta de descender y toqué el timbre. Antes de bajar, aproveché para darle un codazo y pisarle con disimulo un pie al individuo sucio que hacía chasquear las encías.
8
Ya en la calle, me sentí, de repente, muy contento y con ganas de hacer bromas. Caminé por Santa Fe y luego por Serrano, y, como siempre, pensé: “En Serrano, entre Guatemala y Paraguay, vivió Borges”. Y, en seguida: La manzana pareja que persiste en mi barrio: / Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
En la Casilla de Correo 242 encontré por enésima vez la publicidad de un curso de inglés con discos y libros, encontré por enésima vez un folleto de un banco que me exhortaba a obtener una tarjeta de crédito y encontré, aleluya, el sobre amarillo de Hilda Wagner.
Sin abrirlos, tiré al canasto los sobres del curso de inglés y de la tarjeta de crédito, y metí en el bolsillo el sobre de Hilda Wagner. Crucé la avenida Santa Fe y me senté en uno de los bancos de la Plaza Italia.
Sin tijera ni cortaplumas, abrí el sobre con la mayor prolijidad que pude y volví a encontrarme con papel y rasgos familiares: la negrísima letra de máquina de escribir eléctrica decía:
Buenos Aires, Martes 29 de Junio de 1999
Dr. Eugenio Carlos Brizzolara
Casilla de Correo 242
Sucursal 25
1425 Capital Federal
Mi muy apreciado Dr. Brizzolara:
Tengo el agrado de dirigirme a usted para agradecerle su amable carta del dia 11 de Junio ppdo., con sus muy simpáticos conceptos.
Al respecto debo decirle que no es mucho lo que puedo expresarle por escrito y que por lo tanto, le agradecería que si le resulta cómodo, me llame por teléfono cuando le quede bien después de las 18 horas al número que figura al pié de la presente.
Reciba el respetuoso saludo de
Hilda Wagner.
La sencillez y el tono de esas pocas líneas tocaron no sé qué misteriosa fibra de mi ser, y me sentí absurdamente conmovido. Conmovido y avergonzado de estar jugando con los sentimientos y las expectativas de aquella mujer desconocida. Sentí estúpidas lágrimas en los ojos y, de repente, perdí el buen humor que había ganado en el colectivo.
Me puse de pie y, con la carta en las manos, eché a caminar por los senderos de grava roja, acompañado por cierto deseo de arrojarla a uno de los recipientes para residuos. Finalmente, la volví al bolsillo y regresé a casa.
Me sentía de mal talante. Para no pensar en la carta de Hilda Wagner, encendí la computadora y estuve largas horas trabajando en la traducción de Psychoanalysis Today.
9
Con el codo derecho apoyado en el escritorio y con la frente apoyada en ese brazo, recibo el reflejo tenue de la pantalla de la computadora, donde uno podría leer las últimas palabras que he tipiado (…estas manifestaciones alienantes en la estructuración subjetiva que constituyen, a partir de su libidinización somática, la instauración del fracaso en cuanto goce masoquista y transferencial, en cuanto renuncia instintual…). Apartado del trabajo, por mi mente corren ahora otras tribulaciones.
“Puedo contestarle o no contestarle. Si no le contesto, estoy defraudando sus expectativas. Si le contesto, estas expectativas podrán aumentar y, más tarde, será más difícil hacerla volver a la normalidad. Porque, en verdad, ¿qué quiero hacer yo? Sólo divertirme al pretender conocer esas personas que buscan encontrar afecto por medio de avisos en las revistas. ¿Y eso está bien? No, no está bien. Es una inmoralidad. Una verdadera inmoralidad. Y, sin embargo, bien podría ocurrir que yo trate con absoluta seriedad a esta buena mujer y que, entonces, muy correctamente le diga que no hay entre nosotros la afinidad que sería de desear y que, teniendo en cuenta esto, lo mejor será…”.
Aquí noté una especie de irrealidad, mezclada con soberbia: bien pudiera ocurrir que Hilda Wagner no se interesara en mí, y, en tal caso, todo sería más fácil.
10
En este punto corté el flujo de mis razonamientos. En invierno oscurece temprano y decidí lanzarme a la calle a fin de proveerme de vituallas para la cena y para el día siguiente.
Estuve muchísimo tiempo haciendo compras, pues sentía una suerte de placer en demorarme en detalles sin importancia (y, lo que es peor, del todo ineficaces), de manera que no sería raro que mis compras hayan sido más bien desatinadas.
De vuelta en casa, me serví un whisky, y después comí con placer y con voracidad.
Y con el buche bien lleno, en lugar de irme en brazos del amor a dormir como la gente —según lo preconiza Martín Fierro—, me senté estólidamente frente al televisor. No sé qué miré: mientras mi vista se posaba de un modo distraído en la pantalla, yo dejaba vagar mi pensamiento por remotas e inconexas regiones.
En una de estas regiones estaba Hilda Wagner.
En un momento dado abandoné el sillón del televisor y marqué el número de Hilda Wagner. Eran casi las doce de la noche. El teléfono sonó: una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces…
—A la décima corto —me propuse, mientras con la mano izquierda cubría la bocina del aparato.
Entonces oí una voz muy, pero muy agria, que, del otro lado, decía:
—Aló, aló.
Me mantuve en silencio.
—Aló, aló —insistió la voz agria, ahora ya con cierta impaciencia.
—¿Cristina…? —pregunté, distorsionando un poco mi voz.
—No, señor. ¿Con quién quiere hablar?
—¿No hablo con la casa de Cristina Inchausti?
—Equivocado, señor.
Y cortó la comunicación.
Bueno. Ya sabía algo más sobre Hilda Wagner: que tenía voz de cacatúa, que había tardado siete llamadas en atender el teléfono y que, quizás, esta tardanza se debía a que, a las doce de la noche, ya estaba acostada.
Con esto me pareció que podía dar por concluida la jornada y, en efecto, me fui a dormir.
Así terminó ese martes pleno de acontecimientos pequeños.
11
—Bueno, ahora sí —me dije al atardecer del miércoles, ya con el teléfono en la mano.
Y marqué el número de Hilda Wagner. Eran cerca de las siete de la tarde.
Al tercer ring, atendieron:
—Hooola —era una voz joven, provinciana y más bien inculta.
—Buenas noches —dije, ahuecando un poco la voz, como los ejecutivos y los curas—. ¿Estaría por favor la señorita Hilda Wagner?
—¿Quiéeeen…? —en ese prolongado monosílabo estaba el asombro total.
—La señorita Hilda —repetí, entre divertido y un poco irritado.
—Ah… ¿Usted quiere hablar con la señora?
—Por favor —repuse, y me sentí contento de haber emitido esa frase de perentoria cortesía.
Un instante después oí:
—Aló —era la misma voz de cacatúa.
—¿La señorita Hilda Wagner…?
—¿Quién es usted…? —esto, al parecer, debía tomarse como una respuesta afirmativa.
—Soy Eugenio Brizzolara, el que contestó su aviso de la revista.
—¿Cómo le va? Mucho gusto en oírlo.
—Igualmente. Ayer recibí su carta y entonces ahora me atreví a molestarla…
—No, no es ninguna molestia…
Etcétera, etcétera, etcétera.
El hecho fue que estuvimos hablando muchísimo rato, porque, cuando corté, ya estaba terminando el noticiero del canal 11. El diálogo resultó cordial y la conclusión a la que arribamos fue que el próximo sábado nos conoceríamos personalmente.
¿Dónde?
A ella no se le ocurría ningún sitio (con esto, pensé, quiere hacerme creer que nunca sale de su casa)… Entonces, cortando por lo sano, le propuse encontrarnos en la confitería Blasón, en la esquina de Las Heras y Pueyrredón, confitería cuya ubicación, misteriosamente, guardo siempre en la memoria, y que, si voy a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, he utilizado siempre como una suerte de estadio donde juego de local en mis encuentros galantes.
La cita sería, pues, el próximo sábado a las siete de la tarde.
—Muy bien —especificó o corrigió—. Allí nos veremos, a las diecinueve horas.
“El horas está de más”, pensó mi otro yo de impenitente corrector gramatical.
Pero lo que importaba era que la cita ya estaba concertada. Y yo la reconocería a Hilda Wagner por sus cabellos rubios, sus ojos azules, sus treinta y cinco años y su metro setenta y cinco de estatura.
12
Se fue el miércoles, corrieron el jueves y el viernes.
Llegó el sábado. Me afeité, me bañé, me vestí con algún cuidado y, de algún modo, perdí un poco el tiempo, pues abundé en ciertos movimientos innecesarios, con el resultado de que, pensando salir de casa a las seis de la tarde, eran ya más de las seis y media cuando abordé el colectivo 93.
Aquí debo aclarar que aborrezco con toda la fuerza de mi alma llegar tarde. O no llegar tarde: ni siquiera admito llegar a una cita después de la otra persona. Siempre me digo que llegar tarde equivale, en términos futbolísticos, a empezar un partido perdiendo uno a cero al minuto de juego.
Pero qué iba a hacerle. Si llegaba unos minutitos tarde, el mundo seguiría andando.
Este razonamiento no impidió que me pusiera nervioso y que, ante cada semáforo en rojo, me invadiera la impaciencia. Evalué la posibilidad de bajarme y tomar un taxi, pero al mismo tiempo pensé que le estaba dando a aquel proyecto si se quiere teatral una importancia que estaba lejos de tener.
¿Qué importaría si llegaba más tarde o menos tarde? ¿Qué podía perder? O, ¿qué podía ganar?
El hecho fue que, cuando me bajé en Las Heras y Pueyrredón, eran ya las siete y cuarto. No quise apresurarme y, por el contrario, traté de calmarme y de caminar esos pocos metros con tranquilidad y tratando de mostrarme aplomado y sereno.
Entré en la confitería con cierto aire indiferente.
Eché una mirada a lo ancho y a lo largo de todo el salón. No había mucha gente. Vi tres parejas de distintas generaciones; vi dos hombres de edad madura que fumaban frente a sus cafés; vi una mujer rubia, de peinado un poco rígido, a modo de mitra de obispo, que tenía desplegados varios papeles sobre su mesa.
Me dije “Ésa es Hilda Wagner” y me detuve frente a ella:
—¿Hilda Wagner? —pregunté.
Levantó la mirada, unos ojos verdosos, medio desteñidos:
—¿Có-cómo, señor?
—¿Usted es la señora Hilda Wagner?
—Ah, usted sin duda es el doctor Brizzolara.
—Así es. Entonces vos sos Hilda Wagner.
—No, caballero, no soy Hilda Wagner. Siéntese y le ruego que no me tutee.
Amedrentado por aquella recepción glacial, me senté y no dije nada. Pero aproveché ese segundo para separar un poco el índice y el pulgar derechos y hacerle a un mozo el gesto que significaba “Un café”.
La mujer volvió a clavarme sus ojos descoloridos:
—Hilda es mi mejor amiga. Es una persona muy buena, que ha sufrido mucho en esta vida.
Nueva mirada, aún más severa que la anterior.
—Ajá —dije, por decir algo; percibía, no sé por qué, un matiz de acusación en aquellas palabras.
En ese momento el mozo me sirvió el café. Enfrascándome en la operación de endulzarlo, yo bajé la mirada y dejé de observar a la mujer.
—Muchas veces Hilda se ha topado con hombres inescrupulosos, que han pretendido burlarse de ella, cuando no sacarle plata. Por eso, nosotras tomamos ciertas precauciones.
—Me parece muy bien.
—Por empezar, yo no sé quién es usted.
—Tampoco yo sé quién es usted —repliqué.
Con aire de resignación y cansancio, metió la mano derecha en una enorme cartera y revolvió en el fondo como quien busca una llave que se le ha caído en un aljibe.
Un instante después, me extendía unos folletos en papel brilloso y con ilustraciones. Maquinalmente, los tomé y leí el título en voz alta:
Asamblea de los Hijos de Esdras del Último Milenio.
—Asamblea de los Hijos de Esdras del Último Milenio —repetí—. ¿Qué es esto?
—Los Hijos de Esdras constituimos la única y verdadera religión que trae la verdad a los hombres de este pervertido planeta.
Hice un gesto vago, que podía interpretarse de mil maneras diferentes.
—Siga leyendo —agregó.
Después del nombre de tal organización venía el título de lo que supuse un artículo:
Esdras esgrime la luz en su diestra victoriosa, por Bernardina Salustiana.
—Yo soy Bernardina Salustiana, la autora de ese trabajo. Ahí, clamando en el desierto como el profeta no escuchado, advierto a los pecadores que el reinado de Esdras se aproxima, y que viene a pedir cuentas a los pecadores y a los impíos…
La mujer dijo mucho más que esto. Siguió hablando, en una especie de catarata incongruente donde alternaban los disparates con la ignorancia disfrazada de tragedia y con la mera estupidez. Y mientras ella se despeñaba en su torrente de palabras, yo pensaba que nadie podía llamarse verdaderamente Bernardina Salustiana y pensé también que ese bicho raro no era sino uno de los tantos dementes que se aferran a cualquier fragmento del mundo y hacen de él la razón de su vida, del mismo modo como podrían haber elegido la decoración de interiores o la filatelia, o lo que fuere.
Luego de esta perorata, que me aburría y que no me atreví a interrumpir, sobrevino una zona de conversación en que caímos en una suerte de cadena de indefiniciones. Al cabo de un rato, creo que dije:
—Mi propósito al venir acá era encontrarme con la señora Hilda…
—…y no ser iluminado por una hija de Esdras, ¿no es cierto?
—Así es.
—Muy bien, doctor Brizzolara. Yo ya lo he analizado lo necesario. No sé si usted es una persona honesta o un delincuente, y eso no puede saberse nunca en una primera entrevista. Lo único que puedo comunicarle a Hilda con total seguridad es que usted tiene modales relativamente correctos y que se halla vestido con sobriedad. Por lo demás, su escepticismo con respecto a los Hijos de Esdras es algo que sin duda lo perjudicará ante los ojos de Hilda.
Ahora bien, yo no lograba saber cuál era mi situación en aquella entrevista. Era indudable que Bernardina Salustiana se había colocado, con respecto a mí, en una posición superior, como si yo me hubiera presentado ante ella para presentar una súplica. Y no, no era así. Yo pensaba que debería estar muy claro que Hilda Wagner y yo acudíamos a aquella cita movidos por los mismos intereses y, por lo tanto, en un plano de, digamos, igualdad jurídica y psicológica.
Por otra parte, Bernardina Salustiana volvía, una y otra vez, como atraída por un imán fatídico, a mencionar a los Hijos de Esdras y a sus bondades.
—…el reino de Esdras está en todas partes, y a todos alcanzarán su misericordia y también su flamígera espada…
En “espada” me acometió una suerte de ataque de mal humor y la interrumpí:
—Estimada señora: voy a decirle que yo vine acá a procurar encontrarme con la persona llamada Hilda Wagner, y entonces no tengo ganas de someterme a ningún examen, de manera que pago mi café y me retiro en seguida.
Y eso fue lo que hice. Para no llamar al mozo, me puse de pie y le llevé el dinero hasta donde él se hallaba.
Sin volver la cabeza, salí furioso del Blasón y puteando entre dientes: contra Hilda Wagner y contra aquella estrafalaria Bernardina Salustiana. Y también contra mí mismo: qué modo estúpido de perder el tiempo. Y lo más triste era que nadie me había metido a mí en aquella farsa. Yo mismo me la había buscado, con una intención más o menos festiva, y así terminaba, si se quiere, casi ultrajado.
13
Crucé Las Heras y abordé el colectivo 93. Me entretuve mirando por la ventanilla y así me fui calmando un poco. Pero sentía rabia y también desazón, lo cual era muy ridículo porque no había perdido nada que valiera la pena. Sí me había privado de divertirme con las sorpresas que pudiera depararme aquella relación que yo presumía azarosa.
Es verdad, la aparición de Bernardina Salustiana había constituido una sorpresa tan extraña como desagradable.
Así corrían mis pensamientos. Eran ya casi las nueve de la noche.
Cuando el 93 llegó a Carranza y Costa Rica, yo, llevado de un súbito impulso, en lugar de descender allí, decidí continuar hasta la mismísima casa de Hilda Wagner, en la calle Roque Pérez 2435.
No obstante, durante el trayecto, cambié dos o tres veces de idea y estuve a punto de bajarme y volver a la calle Costa Rica. Pero una curiosa inercia me llevaba, y yo me dejaba llevar, no más, por ella.
Al fin, bajé del colectivo en Acha y Monroe. Tomé hacia la derecha, crucé las vías y, haciendo más lento mi paso, como si tuviera un poco de miedo, me dirigí a la casa de Roque Pérez 2435.
Era una especie de chalecito sin mayores pretensiones, que rodeaba un jardín oscuro y mustio, separado de la acera por una verja negra o grisácea.
A través de una ventanita mal iluminada, vi fragmentos de pared y de puertas interiores. ¿Qué estaría haciendo Hilda Wagner…? Se me ocurrió imaginármela —seguramente por reminiscencias de su apellido— sentada frente a un piano, tratando de ejecutar algún ejercicio.
En seguida la pensé fastidiada por el sonido del timbre y, entonces, ponerse de pie y caminar por el interior de esa casa que yo suponía con olor a humedad y a moho. Se dirigía a la puerta de calle, ya que yo acababa de tocar el timbre, de tocarlo inclusive con cierta impaciencia, cosa que, sin duda, causaría en Hilda Wagner la más justificada de las indignaciones.
Y, en efecto, sobre la puerta de la casa se abrió, a la altura de mis ojos, una puertecita del tamaño de una caja de zapatos. Un rostro dividido en cuatro por las dos rejas que cruzaban la ventanita preguntó, con voz entre asustada e irritada:
—¿Quién es? ¿Por qué toca así? ¿Es que no puede esperar ni un segundo?
Como si fuera una explicación, levanté el índice y pregunté:
—¿La señora Hilda Wagner?
En vez de contestar sí o no, preguntó a su vez:
—¿Quién es usted?
Sin vacilar, y haciendo una pequeña reverencia, contesté:
—Soy Eugenio Carlos Brizzolara. Ábrame, por favor. No tenga miedo.
Increíblemente, al instante abrió la puerta y se corrió unos pasos para hacerme pasar.
Entré.
La primera sensación que experimenté fue que en aquella casa había un exceso de cosas. Muchas alfombras, sofás, sillones, cuadros en las paredes, las mesitas cubiertas con estatuillas, con veladores, con ceniceros.
Pero más importante era la mujer.
Le tendí la mano:
—Mucho gusto, Hilda, ¿cómo le va?
Estreché una mano parecida a una merluza fría. Hilda Wagner me clavaba una mirada grisácea. Llegué a advertir que tenía cutis seco y tosco, como de persona que pasaba mucho tiempo al aire libre. Una segunda mirada general me convenció de que la mujer valía físicamente muy poco. Los treinta y cinco años que había manifestado en su aviso no eran menos de cincuenta. También había mentido en su estatura. Yo mido un metro ochenta y esa mujer no era sólo cinco centímetros más baja que yo, sino mucho más.
Pero, ¿a mí qué me importaba…? Me sentía contento de hallarme dentro de aquella pequeña obra de teatro.
Al cabo de un rato de palabras vagas y de circunstancias, me hizo sentar en un sillón de pana verdosa, frente a una mesita ratona, y fue a buscar café.
Pensé: “¿Y la sirvienta que me atendió por teléfono? Hoy, sábado, estará de franco”.
Ya más cómodo, pude verificar que, en efecto, aquella casa era una suerte de museo atiborrado de cosas pesadas y oscuras. Admirado de mi intuición, supe también que había allí olor a humedad y a moho.
Sirvió el café en dos tacitas muy lindas, que llevaban sin embargo el estigma de la vejez y de estar percudidas por los años. También la cucharita tenía unos reflejos cobrizos que me predisponían en contra. Fui bebiendo de a sorbitos, y con cierto asco.
—Bien, doctor Brizzolara —dijo, ya sentada frente a mí, pero separados ambos por la mesita ratona—, ¿cómo se ha decidido usted a venir sin concertar previa cita?
—Es que estuve conversando con su amiga Salustiana…
Y sonreí, como si esta vaguedad aclarase algo.
Hilda Wagner me miraba muy seria, dándome a entender que no consideraba suficiente tal argumento. Entonces advertí que exhalaba ese vaho empireumático que suele ser la consecuencia de la repulsión que algunos europeos sienten por el baño diario.
—Una señora muy simpática —agregué, frunciendo un poco la nariz.
Inclinó la cabeza, como compartiendo mi opinión (que era exactamente la contraria).
Envalentonado, continué:
—Con profundas convicciones religiosas.
—Así es —nueva inclinación de cabeza.
—Bueno, el caso es que sentí deseos de conocerla, Hilda, sin más preámbulos. Y bueno, aquí estoy.
—Ah, sí. Sintió deseos de conocerme… Y ahora que me conoce, ¿qué opina de mí…?
—Este... Bueno, apenas hace unos pocos minutos que la conozco. No puedo todavía formarme opinión.
—¿No le resulto simpática? —no dejaba de clavarme su mirada gris.
—Oh, sí, muy simpática. Sin duda.
—Pero más vieja que lo que usted suponía, ¿no es cierto?
Empecé a sentir que un hilito de transpiración me corría por el cuello:
—No, no sé calcular las edades.
—Además, le parezco fea, ¿no? Y de baja estatura…
—Bueno…, este… Creo que no es adecuado hablar de temas personales…
—Veo que usted se ha sentado apenas en la punta del sillón, porque siente cierta aprensión. Piensa que este sillón es viejo y está sucio. Y se le frunce un poco la nariz, porque percibe un terrible olor a humedad… ¿eh?
—Por favor, Hilda —me empecé a poner de pie—. Usted está prejuzgando. Y yo preferiría retirarme…
Al ponerme de pie, me sentí de golpe muy mal. Como si estuviera a la vez triste y mareado. Di uno o dos pasos hacia la puerta de calle, y traté de caer sobre el sofá para no lastimarme la cara.
14
—Como puede comprobar, me he visto obligada a verter en su café unas gotas de una poción soporífera paralizante. No lo he hecho para castigarlo (que bien merecido lo tendría, por otra parte) sino por mi propia seguridad de mujer indefensa y sola.
Hilda me había colocado un collar de acero. De ese collar salían dos cadenas que se extendían hasta aprisionarme ambos tobillos; a su vez, estos anillos se prolongaban en otras dos brevísimas cadenas que terminaban en sendas enormes bolas de hierro, tal como yo había visto en viejos dibujos de presidiarios del siglo XIX.
Yo me hallaba sentado en el mismo sillón, pero inmovilizado por el collar, la cadena y los grillos. Abrí los brazos en gesto de interrogación:
—Pero, Hilda, por favor, ¿qué significa todo esto?
—Sólo son precauciones. Así no podrá atacarme.
—No pensaba atacarla. ¿Quién cree que soy?
—Un sinvergüenza y un burlón. Un inmoral que quiso jugar conmigo y con mis necesidades y sentimientos.
Como algo de razón tenía, guardé silencio.
—Antes de que usted hiciera su imprevista visita, recibí un llamado telefónico de Salustiana. Ella tiene una aguda percepción psicológica y en seguida se dio cuenta de que usted es un canalla. El contacto personal de Salustiana sirvió para confirmar los resultados de la investigación que había realizado mi informante.
Las palabras investigación e informantedesencadenaron una nueva oleada de transpiración angustiosa, especialmente profusa en cuello y tobillos.
Hilda tenía en las manos una carpeta de plástico, tamaño oficio. Mientras hacía correr un poco las hojas, comentaba, como distraída:
—Mi aviso en Sentimientos tuvo gran repercusión. Recibí nada menos que treinta y cuatro respuestas: ni treinta y tres ni treinta y cinco: treinta y cuatro. ¿Qué le parece?
En realidad, no me parecía nada. Pero respondí:
—Es un buen número.
—¡Un número excelente! Otras amigas mías nunca reciben más de ocho o diez. Como mucho, hay quien recibió catorce. Cifras que no pueden compararse con mis treinta y cuatro.
Y sonrió, con bastante orgullo.
—Yo clasifico las respuestas, en primer lugar por el nivel social, cultural y económico. No me interesa la belleza física, que es un ítem superficial y frívolo. ¿No le parece?
No contesté.
—¿No le parece? —insistió.
—Claro, así es, tiene razón.
—Recibí mensajes de toda clase de personas. Encumbrados profesionales —señaló una hoja, que yo no podía ver—: éste es un juez de la Corte Suprema. También ejecutivos, industriales, políticos, militares: todos sufren la soledad. Asimismo hubo modestos empleados y hasta algún obrero sin capacitación alguna y que casi no sabía escribir. Sin embargo, todas personas dignas de respeto.
Hizo una nueva pausa.
—Salustiana y yo analizamos todas las cartas y, tras desechar sin más trámite algunos candidatos, examinamos otros con atención. Hay que tener cuidado; yo había casi eliminado a uno, pero en la segunda entrevista se reveló como persona muy valiosa. Antes de dos meses voy a casarme con él y a él le debo la investigación que me reveló las facetas oscuras de su personalidad, doctor Brizzolara.
Extrajo dos hojas de la carpeta, y me las extendió. Estaban mecanografiadas en antigua máquina de escribir, de tipos no demasiado limpios.
—Lea desde la marca roja en adelante. Lo anterior no es cosa suya.
Leí:
El colofón de mis investigaciones es que todo es como yo lo había imaginado. Al Juampi le sobra cerebro y no se le escapa nada. En resumen. El tal Brizzolara no existe: es una especie de seudónimo empleado por un sujeto llamado Federico Sordi, una especie de escritor fracasado que, como no puede escribir ficción, vive en los arrabales de la literatura, haciendo correcciones y traducciones de textos ajenos. Algo tiene, sin embargo, de creador y de histrión, claro que en un nivel elemental y rudimentario. Por razones largas de explicar, pude conocerlo bastante bien; sé que es aficionado a gastar bromas y a urdir mistificaciones e imposturas: para eso es mandado a hacer, y le reconozco cierta espontaneidad creativa no desdeñable. En fin, que aplicó sus talentos a hacer idioteces.
Para no dar más vueltas con este asunto. Debés dar por terminado todo el episodio y mandarlo al diablo de una vez por todas.
Un beso,
Juampi
Sobre la última palabra había, a modo de firma, una gruesa JPZ trazada en marcador verde. En un reflejo súbito, di vuelta la hoja para ver el dorso y vi la línea impresa que esperaba ver y que no deseaba ver.
Cuando le devolví el papel, advertí que Hilda tenía en la mano una llave de formas arcaicas.
—Ahora, como estoy segura de que ya no tendrá ganas de intentar ninguna maldad, voy a liberarlo, para que se vaya a su casa y desaparezca para siempre de mi vida.
Primero me liberó del grillete del cuello y luego de los de los tobillos.
—No haga movimientos bruscos porque se va a marear. Todavía está bajo los efectos del narcótico.
Me puse de pie y, en efecto, me sentí algo mareado.
—Muy bien. Ahora puede retirarse.
Me acompañó hasta la puerta.
Cuando pisé la acera de la calle Roque Pérez, añadió:
—Espero que haya escarmentado.
Ediciones Carena, Barcelona 2005
Terapia exitosa
1
—No hay nada peor que reprimir —me había dicho el psicoterapeuta, profesional de abdomen generoso y mirada severa.
Y es verdad. Yo reprimía y reprimía. Y volvía a reprimir. Era un reprimido, todo yo era una gran represión.
Era la persona que nunca opinaba, que nunca se atrevía a emitir un juicio cualquiera, a decir “No estoy de acuerdo”, a decir “Tengo otro punto de vista”, a decir “Me inclino por esta idea”. Esas osadías, ni pensarlas.
Pero lo más triste era que ni siquiera me atrevía a estar de acuerdo. No tenía valor para expresarme, para manifestar una exteriorización cualquiera.
A fin de no atraer sobre mi persona las miradas ajenas, siempre fingía estar de acuerdo con todo el mundo: para lograrlo, me bastaba con hacer una ligerísima inclinación de cabeza.
Pero a la noche, estando en casa y, más específicamente, en la cama, no podía conciliar el sueño.
Me veía bajo la metáfora de una acumulación de frustraciones que pugnaban por escapar de mi cuerpo. Y, aunque yo era flaco de total flacura, sin un gramo de grasa, con la piel pegada a las costillas, me percibía a mí mismo como un ánfora redonda y panzona, a punto de reventar a fuerza de represiones.
—No es saludable que usted reprima sus opiniones —insistía el psicoterapeuta.
A esta altura del relato debo confesar que, tras cuatro décadas de represiones, me decidí a consultar a un psicoterapeuta.
El tratamiento resultó prolongado y costoso (especialmente para mí, que en esa época era un modesto profesor de castellano y literatura: es decir, un individuo que trabajaba mucho y ganaba muy poco). Pero debo confesar que valió la pena: pocas veces invertí con tanta utilidad mi plata. No puedo describir con términos científicos en qué consistía la terapia: sí debo declarar que su éxito fue total.
La idea directriz del psicoterapeuta era:
—No reprima sus opiniones. Opine, diga siempre lo que sienta. Exprésese, grite a los cuatro vientos lo que se le dé la real gana. Cuando llegue a esta cúspide, usted será un hombre nuevo. Libre de represiones, libre de timideces, un hombre, en fin, con mayúscula.
Y agregaba:
—Cuconati, métase esto en la cabeza, y con letras gigantescas: no diga sí cuando quiera decir no.
Tenía razón.
Los resultados fueron graduales. Nadie debe creer que, de un día para el otro, salté al ruedo, del todo desinhibido, a lanzar por el mundo mis opiniones. No: las cosas ocurrieron de la siguiente manera.
2
La primera vez que opiné fue en una reunión de profesores. Como es fama, he sido ministro de Cultura y Educación, pero, en aquella época —dos años atrás— sólo era profesor de lengua y literatura. Ni siquiera ejercía en un colegio prestigioso, como el Nacional de Buenos Aires o el Carlos Pellegrini: no, era un insignificante profesor en un insignificante colegio privado que —vamos a decir la verdad— funcionaba, bajo la ficción de un instituto de fines educacionales, como una grosera empresa comercial.
Como tantas otras organizaciones parecidas, el colegio se había ajustado al canon de autodenominarse con una frase compuesta de artículo y un sustantivo “poético” en plural: se llamaba Las Golondrinas, sin que nadie supiera qué relación podía tener este nombre con ninguna cosa del mundo.
Nada me cuesta declarar que me considero un individuo de bastante lucidez y de inteligencia eficaz: ambas virtudes inmovilizadas o menoscabadas por la terrible timidez que contaminaba todas las horas de mi vida.
Es cierto. Opiné, por ser la primera vez que opinaba, con trémulo apocamiento. Esto tuvo un efecto paradójico, algo así como una ley de mercado: a menor cantidad de opiniones, éstas ganaban en valor y en consideración.
Como yo nunca había opinado antes de esa reunión, el profesor Leonardo Andrés López (rector del colegio) y los demás profesores me escucharon con especial interés, en un silencio profundo y respetuoso que no habían merecido quienes, desgastándose, opinaban con frecuencia: en general, por el gusto de hablar, de hacerse oír.
Recuerdo perfectamente cuál fue mi juicio esa tarde. Opiné que los alumnos Fulano y Mengano, de tercer año y de repudiable conducta, que, sentados en las últimas filas, se dedicaban a perturbar la labor pedagógica de mil maneras o guisas, deberían ser trasladados a los primeros pupitres y, como si esta represalia no fuera suficiente, deberían también ser separados por, al menos, dos filas de condiscípulos o educandos.
Un cortinaje aprobatorio cayó tras mi última palabra. Yo no creía que mi idea estuviese revestida de originalidad, pero fue aceptada casi con veneración.
Me di cuenta de que esta reverencia era menos homenaje a mi juicio que a mi ponderación como ser humano: me convertí en el hombre que hablaba lo imprescindible y en el momento oportuno. Al advertir este efecto, me mantuve taciturno hasta el fin de la reunión.
Al día siguiente el rector del colegio hizo suya mi opinión. Al entrar en el aula de tercer año, encontré a los censurables Fulano y Mengano ubicados en los primeros pupitres; dos filas de alumnos constituían un serio obstáculo para la comunicación entre ambos réprobos.
En la sala de profesores, noté que había ganado dos admiradores: la profesora de biología (es verdad que gorda y solterona) y el profesor de música (un joven mimoso, de ademanes amanerados); éste se tomó la desagradable libertad de besarme en ambas mejillas y me dijo, con énfasis de sonata romántica:
—¡¡¡Te felicito, Cuco, te felicito una y mil veces…!!!
Aunque reconfortado por estas muestras de afecto, yo, desde luego, necesitaba el refuerzo de la terapia y continué visitando al psicoterapeuta. Así seguí emitiendo mis juicios y liberándome de la represión. Viajando en colectivo, y sin duda debido a mi afición literaria, mascullaba entre dientes versos clásicos adecuados para el caso.
Tomando la personalidad de Francisco de Quevedo, cuchicheaba:
No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca, ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
Otras veces, recordaba a José Hernández:
Yo he conocido cantores
que era un gusto el escuchar,
mas no quieren opinar
y se divierten cantando;
pero yo canto opinando,
que es mi modo de cantar.
A partir de entonces, abandonando mi parsimonia en la emisión de juicios, tomé un nuevo hábito: en la sala de profesores me dedicaba a expresar mis pareceres sobre todos los temas del mundo.
Jamás discutía, jamás me acaloraba. La frialdad y el desapasionamiento con que puntualizaba mis asertos eran la garantía de su verdad. Exponía mi juicio y callaba. Con esto daba a entender que no existía en el mundo fuerza capaz de modificarlo. Y que, si yo había manifestado tal opinión, era porque estaba escrupulosamente meditada: era, por lo tanto, incontrovertible.
Así lo entendían mis colegas, que guardaban silencio.
3
Ese mismo fin de año, el profesor Leonardo Andrés López se jubiló. La rectoría del colegio quedó vacante. En la sala de profesores los docentes ensayaron conjeturas sobre cómo y quién iba a cubrir el cargo.
Debo decir que la propietaria del colegio me convocó a su despacho para ofrecerme el puesto de rector.
Esa mujer —estado civil: abandonada— se llamaba Nadia Avérnica Taboada.
Habría resultado un personaje ridículo y grotesco —y, por ende, con algún atributo simpático—, si no fuera que la caracterizaban la deshonestidad, la codicia, la hipocresía, la tacañería enfermiza, la desconsideración hacia el prójimo.
Su edad excedía los cinco decenios bien contados, pero cierta vez —para mí, inolvidable— había declarado:
—Jamás he oído tal cosa, en los treinta y tres años que llevo vividos…
Obsesionada por los estragos del tiempo, se vestía como una jovencita que aspirara a un puesto de honor en la constelación del puterío universal: pollera apretada, para marcar las curvas de las decadentes nalgas; corpiño ferozmente opresor, que le levantaba dos hipertrofiadas pasas de uva blancas. Por ser cabezona y de hombros muy estrechos, algo tenía de títere o de monigote. Usaba larguísima cabellera teñida de rubio platinado que, por contraste, ponía aún más en evidencia el arrugado mapa de su rostro. Transpiración y cosméticos se conjuraban en un tufillo rancio que siempre iba con ella.
Decía, entonces, que Nadia Avérnica Taboada me llamó a su despacho para ofrecerme el puesto de rector.
Llevado de antiguos vicios represivos, estuve a punto de aceptar la rectoría (para la que no sentía la menor vocación), cuando recordé el consejo del psicoterapeuta: “No diga sícuando quiera decir no”.
La propietaria, sentada del otro lado del escritorio vidriado, daba por segura mi aceptación.
—Muchas gracias —le dije—. Me honra su confianza. Pero mi respuesta es no.
Desconcertada, abrió muy grandes los ojos verdes:
—¿Pueden conocerse sus razones, Cuconati? —había como un óxido en su voz.
Por supuesto que podían conocerse. Bajo la guía interior de mi psicoterapeuta, fui breve y contundente. Le dije que, a mi juicio, el rector de un colegio privado no es otra cosa que una suerte de lacayo —de traje y corbata— de la entidad propietaria: un pobre diablo que, además de sobrellevar esa servidumbre, debía al mismo tiempo lidiar con el carácter díscolo y conflictivo que es el sello de fábrica del docente argentino, y, como si fuesen pocas desdichas, debía tratar también con los abominables padres de los no menos abominables alumnos, que suelen creer —y hasta con razón— que los docentes pertenecen a su personal de servicio.
Todo esto lo dije sin levantar la voz, en un tono monocorde y distante que confirió al discurso la pátina de verdad definitiva.
Muy seria, me preguntó si yo realmentepensaba así.
—Exacta y literalmente así —le respondí—. Más aún: estoy convencido de que el profesor López, ahora jubilado, fue un pobre pelele, un infeliz que siempre me hizo recordar el verso de Mano a mano, tango de Celedonio Flores: “como juega el gato maula con el mísero ratón”.
La Taboada desconocía, desde luego, la letra de ese tango, desconocía la letra de cualquier otro tango, desconocía toda cosa que tuviera la menor relación con la poesía, con alguna de las artes o con la más diminuta manifestación espiritual.
—¿Gato maula…? —repitió—. Por favor, Cuconati, exprésese con claridad, no lo entiendo…
—Quiero decir que el profesor López fue siempre una especie de mísero ratón en las garras del gato maula. Y el gato maula viene a ser usted.
Preguntó si yo la llamaba gato maula a ella.
—Gato maula era el término con que se refería a usted el profesor López. Siempre a sus espaldas. El pobre es tan cobarde, tan mísero ratón, que jamás se habría atrevido a decírselo en la cara.
Por suerte, no me preguntó cuál era mi propia opinión sobre ella. De haberlo hecho, se habría encontrado con que, comparada con mi juicio, la expresión gato maula podía tomarse como un himno de alabanza.
Quedó agradablemente sorprendida por las informaciones que yo le había suministrado sobre el idiota de López. Acaso por tal razón, la charla continuó luego por carriles amables y, sin duda por lo mismo, fingimos despedirnos con cordialidad.
4
Todavía no dije que a mí me interesaba mucho más la cultura que la educación, y la literatura sobre todas las demás expresiones artísticas.
Por aquel entonces, yo tenía publicados cuatro libros de cuentos y solía colaborar con ensayos literarios en los suplementos culturales de La Nación y de La Prensa.
Parece ser que, como una palabra trae la otra, y ésta una tercera, la Taboada se ufanó, ante algún jerarca del Ministerio de Cultura y Educación, de contar entre sus empleadillos a un sujeto como yo. Después, para que la glorificación fuera mayor, me adornó con elogios que en verdad la prestigiaban a ella.
—Cuconati —me dijo—, gracias a mí, seguramente van a ofrecerle un puesto en el Ministerio.
En efecto, fui citado desde el Ministerio para sostener una entrevista con un funcionario del que sólo recuerdo que se llamaba Blasetti y era semánticamente barroco y fonéticamente ceceoso. En representación del señor ministro, y por las referencias que le había dado la señora Taboada, el funcionario me ofrecía el cargo, espléndidamente remunerado, de subsecretario de Expresión Literaria: este organismo acababa de crearse en virtud de la ley de reducción de gastos del Estado.
Antes de aceptar, le dije que quería saber con exactitud cuáles serían mis atribuciones, mis derechos, mis deberes y mi campo de acción. De este modo dejé sentado un principio: yo no era uno de esos muertos de hambre que aceptan cualquier puesto, con tal de que sea bien pago.
—Me parece una objeción muy razonable —respondió Blasetti, y, sin dejar de exudar zetas, llamó gongorinamente por el teléfono interno a su secretaria—: señorita Susana, concédame la merced de decirle al profesor Cersósimo que me acerque las siguientes certificaciones…
Cersósimo (tenía aspecto de llamarse Cersósimo: su cara tenía algo de trapezoide mayor en el que estuvieran inscriptos cinco o seis trapezoides menores) trajo dichos papeles.
Eran unos bonitos folletos, en papel ilustración y en colores, que —según me explicó Blasetti— describían en detalle la estructura y los alcances de la Subsecretaría de Expresión Literaria.
—Permítanme veinticuatro horas para estudiar el tema —dije, y me retiré a casa.
Con dos sonrisas gemelas, pero de distinta jerarquía burocrática, me despidieron Blasetti y Cersósimo.
El folleto resultó una suerte de antología de la nada. Se prodigaba en cuadros sinópticos, flechitas, círculos, llaves y cuadraditos que, en verdad, carecían de significado. Se veía que estaba redactado por una licenciada en ciencias de la educación.
Por ejemplo, el pasaje correspondiente al subtítulo “Metas, fines y propósitos de la Subsecretaría de Expresión Literaria” comenzaba así: “Los objetivos generales reposan en aumentar el caudal literario de la escritura y desarrollar el pensamiento crítico de los integrantes de la muestra estadística de adultos de ambos sexos a través del análisis de los textos adecuados según evaluaciones objetivas de profesionales calificados”.
Al otro día regresé al Ministerio. Llevaba mi aceptación, pero también muchas salvedades, en un documento que había redactado la noche anterior:
—Para no continuar tirando la plata a la basura —sentencié, entregando el documento a Blasetti—, es imprescindible desmantelar las siguientes oficinas y despedir a tales y tales funcionarios…
Según mi plan, desaparecerían, entre otras muchas, tres gerencias: la Gerencia de Textos Épicos o Narrativos; la Gerencia de Textos Líricos o Poéticos; la Gerencia de Textos Dramáticos o Teatrales. De acuerdo con el organigrama que me habían suministrado, cada una de ellas se ramificaba en múltiples subgerencias: Subgerencia de la Novela; Subgerencia del Cuento Brevísimo o Minificción; Subgerencia del Cuento Breve o Cuento Propiamente Dicho; Subgerencia del Cuento Largo o Relato con o sin Final Abierto; Subgerencia del Relato Largo o Nouvelle; Subgerencia de la Novela Tradicional con Narrador Omnisciente en Tercera Persona; Subgerencia de la Novela Tradicional con Narrador Protagonista en Primera Persona; Subgerencia de…
Blasetti dijo que iba a “transmitir mi inquietud” y entregar “dicho actuado” al señor ministro. Y agitó mis papeles, identificando así, en un solo ente, inquietud y escrito.
Desde el interior del ascensor oí sonar la campanilla del teléfono de mi departamento; por eso me apresuré a entrar y a atender antes de que cortaran. Era Blasetti: increíblemente, el ministro estaba de total acuerdo conmigo, me felicitaba por mi sinceridad y por mi “ejecutividad”, y me invitaba a hacerme cargo de la Subsecretaría de Expresión Literaria dentro de dos días.
Para no extenderme en detalles administrativos, sólo diré que asumí el cargo. No tardé mucho en convertirme en un funcionario eficiente, rápido y hasta valorado.
(Por fortuna, no me gané la animadversión de ninguno de los ciento sesenta y cuatro funcionarios que, a causa de mi solicitud, fueron despedidos de la Subsecretaría: antes de que transcurrieran tres días, todos ellos fueron reubicados en la Subsecretaría de Carnaval, Carnestolendas, Corsos, Rey Momo, Bailantas y Festejos Populares Afines que las cámaras de Diputados y Senadores acababan de crear en virtud de una ley de prioridad nacional.)
Desde ese día fui acostumbrándome a la vida de las esferas oficiales. Cumplí una suerte de cursus honorum y anudé amistades influyentes. Llegó el momento en que asumí la titularidad del Ministerio de Cultura y Educación.
Al tomarme juramento, pude, por primera vez en mi vida, estrechar la mano de un presidente de la Nación. Cuando él me dijo “Si así no lo hiciereis, que Dios y la Patria os lo demanden”, yo pensaba que ese sujeto sonriente era una especie de pelafustán de comité, un inútil que, en una empresa privada, debería agradecer que lo destinasen a servir café a los empleados. Pero, ahora, era “el presidente de todos los argentinos”.
Entre los tantos invitados, se hallaban los maridos y las mujeres de los funcionarios entrantes y salientes. Fui, soy y seré sensible a la belleza femenina; en un segundo plano, se hallaba la señora esposa del presidente. No pude menos que echar furtivas miradas de admiración a la hermosa primera dama. Pensé que, entre funcionarios y políticos, estaba un poco fuera de lugar: la mujer ostentaba —ése es el término— una belleza provocativa, como de muñeca de lujo.
5
Al poco tiempo volví a cruzarme con Nadia Avérnica Taboada.
Se trataba del día inaugural del Vigesimonoveno Congreso de Propietarios de Colegios Privados de la República Argentina. Como ministro, tuve que concurrir al Alvear Palace Hotel para “dejar abiertas las fructíferas jornadas”, según dije en mi discurso.
Luego hubo un refrigerio con mil y un entremeses y bocadillos, y bebidas gaseosas y vinos blancos y tintos.
Por casualidad me encontré en un aparte con la Taboada.
—Hola —me dijo, haciéndose la juvenil—. ¿Cómo te va, Cuconati? ¡Quién te ha visto y quién te ve…! De modesto profesor a encumbrado ministro.
Aunque, indirectamente, yo le debía mi elevado cargo, no sentía hacia esa mujer la menor gratitud.
Al ver de cerca el rostro estriado, la sonrisa hipócrita, los malvados ojos verdes, un tropel de aciagas memorias me entenebreció el pecho. Recordé sus acciones perversas, su altanería, su mezquindad, su ignorancia, su egoísmo, su avaricia atroz, su desconsideración hacia el prójimo, su vacuidad espiritual… Recordé su implacable deshonestidad, hija de la codicia.
Advertí que me miraba medio de reojo, con la cara inclinada y una sonrisa que pretendía ser cautivante: ¡buscaba seducirme!
Pensé: “A vos no te toco ni con un palo de escoba”.
Clavé mis ojos verdes en sus ojos verdes:
—En primer lugar —le dije, con la elocuencia que otorgan las heridas profundas—, nosotros siempre nos hemos tratado de usted: no veo ninguna razón para que se tome la libertad de tutearme. En segundo lugar, lo correcto es llamarme Señor ministro y no Cuconati. En tercer lugar, nunca he sido un modesto profesor, sino un excelente profesor de lengua y literatura. En cuarto lugar, le diré que usted nunca me cayó simpática y que, en realidad, guardo hacia su persona tres sentimientos que prefiero callar.
Introduje este enigma para que me hiciera la pregunta:
—¿Qué tres sentimientos? —el gesto crispado, los ojos desafiantes—. Dígalos, si se atreve.
Yo no deseaba otra cosa:
—Para satisfacer su curiosidad, le confieso que siempre he experimentado hacia usted asco, desprecio y odio.
Sonreí con beatitud.
Dio media vuelta y se alejó. La seguí con la vista y pude ver que se metía en el baño de damas.
Ésa fue la última vez que hablé con Nadia Avérnica Taboada.
6
Como ministro de Cultura y Educación yo trabajaba muchísimo.
De la misma manera actuaban los demás funcionarios. Subsecretarios, secretarios y ministros se hallaban siempre en movimiento.
El presidente de la Nación también, pero mucho más. Corría de aquí para allá y de allí para acá. En medio siempre de una multitudinaria comitiva que se trasladaba en decenas de automóviles, no descansaba un segundo: a las diez de la mañana descubría, en la plaza de Mayo, sendos bustos en honor a Ronald Reagan y Margaret Thatcher; a las once recibía en la Casa Rosada al embajador de la República Transoceánica de Zambaweti; a las doce y treinta compartía un almuerzo de choripanes con los habitantes de la villa miseria El Jolgorio de Soldati; a las quince y treinta daba el pelotazo inicial de un partido amistoso de vóley entre los clubes Estrella de Chacarita y Fulgor de Colegiales; a las dieciocho tenía cita con su sastre para probarse nuevos trajes; a las diecinueve debía ser acicalado por su peluquero personal y someterse a los servicios de una manicura; a las veintidós concurría al Teatro Colón a presenciar un recital de rock pesado que brindaba un grupo de alumnos del Colegio Los Tamarindos Primaverales…
Desde que asumí como ministro me vi obligado a frecuentar todo tipo de recepciones y reuniones sociales. En ellas conocí nuevas categorías de personas “importantes”, en un amplísimo abanico de variedades.
7
Fiel al psicoterapeuta, yo continuaba opinando. Pero, acaso porque era un producto de los estudios gramaticales y literarios, mis opiniones se expresaban con corrección sintáctica y con eufemismos estilísticos. Ahora bien, me pregunté cierto día, un eufemismo, ¿puede considerarse opinión sincera?
No supe responderme y volví a experimentar aquella olvidada angustia de represión.
Tuve que regresar al consultorio del psicoterapeuta.
—Su error —me dijo— consiste en sublimar sus opiniones. En todo eufemismo, más aún, en toda creación artística, hay un elemento mendaz, un elemento de ficción e invención. En todo eufemismo, querido Cuconati, siguen latiendo los vestigios de la represión.
Me miró con tanta severidad, que no pude sostener su mirada.
—Un eufemismo—agregó, apuntándome con su índice al entrecejo— no es una opinión íntegra, Cuconati: un eufemismo sólo es una opinión investida de temor y de inautenticidad.
Bajé la vista y, avergonzado, me escarbé un poco las uñas.
—De manera —añadió— que el único medio de librarse de la represión para siempre es emitir sus juicios sin el disfraz del eufemismo. El eufemismo, Cuconati, no es otra cosa que una figura retórica, es decir un subproducto de la elaboración literaria, o sea algo cultural y, por lo tanto, no vital, una creación verbal en que predomina la pulsión de muerte.
Yo estaba asustadísimo.
Me acompañó hasta la puerta del consultorio y luego hasta el palier y hasta el ascensor. Mientras se metía en el bolsillo el importe de sus honorarios, concluyó, al modo de una sinfonía triunfal:
—Recuerde, Cuconati, para no reprimirse, la expresión de sus juicios debe ser auténtica, vital, profunda: debe exteriorizarse tal como la expresión sube a su garganta y a su lengua. ¡Sin eufemismos!
Ya dentro del ascensor, vacilé un poco sobre mis piernas. Pero había comprendido y me sentí revivir.
8
Por aquella época se cumplieron en Buenos Aires las Terceras Asambleas Ecuménicas de la Latinidad. Las sesiones tuvieron lugar en el Teatro Municipal General San Martín y, como se sabe, presentaron “ponencias” intelectuales de los países que tienen como oficial o alternativa cualquiera de las lenguas procedentes del latín.
Por obligación de mi cargo, tuve que asistir a la jornada inaugural y a la jornada de clausura: ambas me parecieron insensatas y onerosas. Un expositor X leía en voz alta un papel que otros asistentes Z bien podrían haber leído en sus casas; a su vez, los oyentes no prestaban la menor atención.
Pero, en fin, terminaron las Asambleas y los intelectuales regresaron a sus países.
Como secuela, hubo —unas noches más tarde, en salones del Hotel Sheraton— una reunión social con el cuerpo diplomático de los países “latinos”. Las naciones representadas eran cerca de treinta, la mayoría hispanoamericanas (cuya gente era, en cuanto al aspecto exterior, más parecida, por poner un ejemplo, al último mohicano o al tío Tom de la lúgubre cabaña que a los emperadores Julio César o Augusto); pero también se encontraban representantes de España, Portugal, Francia, Italia, Rumania… Hasta había un filipino hispanohablante, que con sus reverencias e inclinaciones de cabeza me hizo recordar a un correcto tintorero japonés en el momento de entregar un pantalón recién planchado.
El presidente había decidido instituir el Día de la Familia Latina. Por ese motivo, en la reunión se hallaban no sólo los diplomáticos sino también sus cónyuges e hijos. Largas mesas cubiertas de manteles blancos exhibían deliciosos entremeses y abundantes bebidas. Todo el mundo picoteaba bocaditos y empinaba el codo.
De pronto, empecé a sentirme de mal humor. Esto suele ocurrirme con cierta frecuencia, sin que al principio conozca la causa.
En seguida me di cuenta de que, entre varios factores simultáneos que me infundían ese brusco mal talante, quienes en especial me sacaban de quicio eran dos niños de unos ocho o diez años: sin un instante de respiro, gritaban, corrían y hacían gambetas entre las piernas de los adultos. Siempre he aborrecido el ruido y la agitación.
Casi al mismo tiempo, el azar quiso que me encontrase frente a la dottoressa Caterina Bertone dell’Infantino, mujer relativamente bonita, graduada en lenguas clásicas en la Universidad de Bolonia. Estas cualidades me habían predispuesto en su favor. Cumplía las funciones de agregada cultural en la Embajada de Italia.
La había conocido en reuniones anteriores y hasta habíamos alcanzado a conversar sobre Sófocles y Virgilio. La dottoressa era una autoridad en griego y en latín. Hacía muy poco que se hallaba en el país; se expresaba en un español estrafalario, en el que no sólo diferenciaba entre eses y zetas sino también entre elles y yes.
Al estilo europeo, nos saludamos con un beso en cada mejilla. La dottoressa era la mismísima madre de uno de los dos niños que corrían y proferían alaridos. Lo supe porque, justamente en ese momento, el párvulo en cuestión acababa de encapricharse: de un modo inadmisible entre personas civilizadas, requería la atención de su madre gritando —en un italiano no petrarquesco— y tironeándole del vestido y del brazo.
Yo sentía tentaciones de asestarle un golpe en la cabeza.
Por otra parte, el aspecto del niño no inspiraba piedad ni simpatía. El rostro burdo, la nariz ancha, la baja estatura y el físico rechoncho me hicieron pensar en un jabalí.
—Este pequeño niño es Gino, el mi hijo más pequeñito de los tres chicos —canturreó Caterina.
Mecánicamente, estuve a punto de inclinarme para besarlo, cuando recordé el consejo del psicoterapeuta, y obré en consecuencia:
—No pienso besarlo, dottoressa—dije, sin perder mi sonrisa—. Su hijo es insoportablemente travieso y maleducado, y me ha causado una pésima impresión. Además, es muy feo, con esa cara de tano bruto que tiene.
Caterina era menos versada en español oral que en filología clásica. Dibujó una amplia sonrisa y me contestó:
—Tante grazie, gentilissimo signor ministro.
A lo que respondí:
—Prego.
Una suerte de reducido tumulto indicó que acababa de llegar el presidente de la Nación. Con su habitual jovialidad, iba desplazándose de uno a otro grupo, para saludar a cada persona y formular algún comentario simpático. A su alrededor, como un círculo que se contrajese y se dilatase una y otra vez, marchaban diez o doce funcionarios obsecuentes: de manera sistemática, festejaban cada una de las ocurrencias del primer magistrado.
Dije antes que yo albergaba una paupérrima opinión sobre este pelafustán de comité. Debo reconocer que poseía cierta elegancia natural y que se vestía con buen gusto y sobriedad. Gozaba de cierta fama (que lo enaltecía) de hombre exitoso con las mujeres.
Justamente, lo acompañaba su esposa, a la que yo sólo había visto una vez, y de manera fugaz, la tarde en que juré como ministro; en aquella ocasión me habría gustado saludarla, pero todo ocurrió de modo un poco caótico y no hubo oportunidad de hacerlo. Ahora pude verla de cerca y en detalle.
Mi juicio admirativo de aquel día se confirmó con creces. Era una mujer de unos treinta y seis años, alta y morena, con torrencial cabellera que temblaba en montón, de piel aceitunada y perfecta en su tirantez, de grandes ojos oscuros con largas pestañas negras, pródiga de curvas elogiables y equilibradas, con maravillosos pechos redondos y levantados, con armónicas y fascinantes caderas, con nalgas duras y firmes, merecedoras de la mayor ponderación, con magníficas piernas doradas, con un hermosísimo rostro de italiana voluptuosa, con una hechicera sonrisa blanca entre los gruesos y rojos labios… ¡Oh, demonios!: un aura de sensualidad iba con esa mágica mujer de vestido color de marfil…
El presidente y ella se detuvieron ante mí. El séquito de obsecuentes y otras personas se congregaron a nuestro alrededor para contemplar el espectáculo y oír el diálogo.
El presidente estaba haciendo las presentaciones:
—El doctor Florencio Cuconati, ministro de Cultura y Educación… Mi mujer, Wanda Zavatarelli…
—Hola —nos dijimos—. Mucho gusto.
Nos acercamos un poco y su perfume erótico casi me derrumbó allí mismo. Según el estilo argentino, nos dimos un beso en el aire y nos rozamos apenas mejilla contra mejilla.
Esta caricia resultó suficiente para provocarme una erección instantánea. Con disimulo, estiré hacia abajo los extremos inferiores del saco.
El presidente se mostraba locuaz. De acuerdo con su costumbre, peroraba con vaguedades, de modo insustancial, con muchos adjetivos y adverbios, sobre los nobles pueblos que egregiamente encumbran su cultura y privilegian sabiamente su educación, valores que no sólo constituyen un preclaro derecho sino también un deber de todo ciudadano consciente y preocupado por la marcha de la cosa pública… Etcétera, etcétera.
—Imaginate, Wanda —dijo, levantando la voz, para Wanda y para los demás circunstantes—, que el empeñoso doctor Cuconati, insistiendo, insistiendo, con la tozudez del agua que horada la piedra, consiguió que, finalmente, aumentáramos de modo drástico el presupuesto para las bibliotecas públicas…
Mentira de cabo a rabo: ni se había aumentado ningún presupuesto ni yo había pedido nada.
—…perseverancia que, naturalmente, habla loas de la contracción al trabajo del doctor Cuconati y de su esfuerzo al servicio del pueblo que confía en él.
Hizo una pausa de efecto teatral, pues deseaba concluir el diálogo con una de sus bromillas:
—Doctor Cuconati —dijo, guiñando un ojo y dirigiéndose a la vez a mí, a su esposa y a todos los presentes—: ¿con qué pedido se va a despachar ahora para el Ministerio, aprovechando que estoy distendido y contento…?
—Para el Ministerio, no quiero nada —repuse—. En realidad, lo que en este momento me encantaría hacer, señor presidente, es cogerme a su señora.
Esta frase sumió en silencio a todos los que nos rodeaban y, por lógico efecto, acrecentó la rigidez de mi erección.
El presidente estaba blanco; Wanda, roja, y más hermosa todavía.
Hay gente que, con su falta de tacto, genera situaciones incómodas: hubo una especie de movimiento de agitación. No sé exactamente qué pasó luego. Creo recordar que el presidente tomó del brazo a Wanda y, sin explicación ni saludo, se alejó con ella. Creo recordar también que el paralizado círculo de personas atónitas pareció de pronto revivir y al instante esos atolondrados se dispersaron en todas direcciones, haciéndome recordar un conjunto de lauchas asustadas. En fin, una escena chocante.
Al verme solo, comprendí que la recepción del Día de la Familia Latina había finalizado, y entonces me retiré a casa.
9
Al otro día me convertí en víctima de una injusticia: fui literalmente obligado a dimitir. En el Ministerio me reemplazó cierto abogado semianalfabeto, un engreído que, aun subido en la punta del obelisco, no me hubiera llegado ni a los talones.
Desde entonces, he dejado de participar en política. Nunca más volví a ocupar ningún cargo público. Ni lo necesito ni lo ambiciono.
Después de haberme extenuado como ministro durante casi un año completo, ahora prefiero estar en el llano, viviendo más que holgadamente con mi descomunal jubilación de privilegio, que me corresponde por “los importantes y patrióticos servicios prestados”.
Ha llegado, pues, el momento de mirar hacia atrás y de reflexionar.
De haber continuado siendo un hombre que reprime sus opiniones, hasta el día de hoy habría seguido desempeñándome como profesor de lengua y literatura en algún ínfimo colegio secundario.
En cambio, gracias al psicoterapeuta, que me enseñó a no reprimir, gozo de una situación bastante buena: con apenas cuarenta y tres años, vivo sin trabajar y me dedico a hacer dos de las cosas que más me gustan: leer literatura y escribir cuentos. Por ejemplo, este que ahora concluye con la palabra fin.
Ediciones Carena, Barcelona 2005
Estos cuentos son publicados con la autorización de su autor, a quien agradecemos su gentileza.
Algunos de sus libros puede comprarse en: Cúspide.com
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©Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura.
Sus cuentos suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Parte de situaciones muy “normales” y “cotidianas”: pero, paulatinamente (y con toques de humor), ellas se van enrareciendo y se convierten en insólitas o turbadoras.
Algunos de sus libros son Imperios y servidumbres (1972), El mejor de los mundos posibles(1976), En defensa propia (1982), El rigor de las desdichas (1994), Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005), El regreso (2005), Costumbres del alcaucil (2008), El crimen de san Alberto (2008), El centro de la telaraña(2008), Paraguas, supersticiones y cocodrilos(2013). Muchos de sus cuentos han sido traducidos a diversas lenguas europeas y asiáticas.
Le pertenecen dos volúmenes de entrevistas: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1974) y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares(1992).
Se han publicado libros suyos en Brasil, México, Estados Unidos, España, Portugal, Inglaterra, Italia, Alemania, Hungría, Rumania, Bulgaria, India, China…
Su página web es la siguiente:http://www.fernandosorrentino. com.ar
Bibliografía
Su bibliografía detallada (excluidas las ediciones anotadas de clásicos, las inclusiones en antologías —tanto en español como en otras lenguas— y las colaboraciones en diarios y/o revistas) es la siguiente:
OBRA NARRATIVA
a) LIBROS DE CUENTOS
La regresión zoológica, Buenos Aires, Editores Dos, 1969.
Imperios y servidumbres, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972; reedición, Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1992
El mejor de los mundos posibles, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1976, (2.º Premio Municipal de Literatura).
En defensa propia, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982
El rigor de las desdichas, Buenos Aires, Ediciones del Dock, 1994 (2.º Premio Municipal de Literatura).
La Corrección de los Corderos, y otros cuentos improbables, Buenos Aires, Editorial Abismo, 2002
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza, Barcelona, Ediciones Carena, 2005
El regreso. Y otros cuentos inquietantes, Buenos Aires, Editorial Estrada, 2005
En defensa propia / El rigor de las desdichas, Buenos Aires, Editorial Los Cuadernos de Odiseo, 2005
Costumbres del alcaucil, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2008
El crimen de San Alberto, Buenos Aires, Editorial Losada, 2008
El centro de la telaraña, y otros cuentos de crimen y misterio, Buenos Aires, Editorial Longseller, 2008
Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Verídicas historias improbables), Veracruz (México), Instituto Literario de Veracruz, El Rinoceronte de Beatriz, 2013
b) NOVELA
Sanitarios centenarios, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1979; reedición (muy reelaborada), Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2000; reedición, Barcelona, Ediciones Carena, 2008
c) NOUVELLE
Crónica costumbrista, Buenos Aires, Ediciones Pluma Alta, 1992. Reeditada con el título de Costumbres de los muertos, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1996
d) LITERATURA PARA NIÑOS, NIÑAS Y/O ADOLESCENTES
Cuentos del Mentiroso, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1978 (Faja de Honor de la S.A.D.E. [Sociedad Argentina de Escritores]); reedición (con modificaciones), Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2002; nueva reedición (con nuevas modificaciones), Buenos Aires, Cántaro, 2012
El remedio para el rey ciego, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1984
El Mentiroso entre guapos y compadritos, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1994
La recompensa del príncipe, Buenos Aires, Editorial Stella, 1995
Historias de María Sapa y Fortunato, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1995 (Premio Fantasía Infantil 1996); reedición: Ediciones Santillana, 2001
El Mentiroso contra las Avispas Imperiales, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1997
El que se enoja, pierde, Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1999
Aventuras del capitán Bancalari, Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 1999 Cuentos de don Jorge Sahlame, Buenos Aires, Ediciones Santillana, 2001
El Viejo que Todo lo Sabe, Buenos Aires, Ediciones Santillana, 2001
Burladores burlados, Buenos Aires, Editorial Crecer Creando, 2006, 104 págs.
La venganza del muerto [edición ampliada, contiene cinco cuentos: Historia de María Sapa; Relato de mis travesuras; La fortuna de Fortunato; Hombre de recursos; La venganza del muerto,], Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2011
ENSAYOS
El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Editorial Losada, 2011
ENTREVISTAS
Siete conversaciones conJorge Luis Borges, Buenos Aires, Editorial Casa Pardo, 1974; reedición (con notas revisadas y actualizadas), Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1996; nueva reedición, Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 2001; reedición, Buenos Aires, Editorial Losada, 2007
Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1992; reedición, Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 2001; reedición, Buenos Aires, Editorial Losada, 2007
ANTOLOGÍAS (compilador)
35 cuentos breves argentinos, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1973
36 cuentos argentinos con humor, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1976
17 cuentos fantásticos argentinos, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1978
Historias improbables. Antología del cuento insólito argentino, Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2007
Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt, Buenos Aires, Editorial Losada, 2012
TRADUCCIONES
a) LIBROS DE FICCIÓN
Sanitary Centennial. And Selected Short Stories. Translated by Thomas C. Meehan. Austin, Texas, University of Texas Press, 1988
Sanitários centenários [Sanitarios centenarios]. Traducción al portugués de Reinaldo Guarany. Río de Janeiro, José Olympio Editora, 1989
Von Skorpionen und anderen Alltagsgefahren. Erzählungen. Ausgewählt und aus dem Spanischen übersetzt von Vera Gerling. Gotinga, Hainholz Verlag, 2001
Attukkuttikal Allikkum Thandanai (La Corrección de los Corderos). Volumen de once cuentos en lengua tamil. Nagercoil (India), Kalachuvadu Pathippagam, 2003
Per colpa del dottor Moreau, ed altri racconti fantastici (14 racconti; traduttori: Alessandro Abate; Mario De Bartolomeis; Isabel Cuartero; Carlo Santulli, Marco Capelli e Eva Malagon Esteo; Luca Muzzioli). Módena, Progetto Babele, 2006
Existe um homem que tem o costume de me dar com um guarda-chuva na cabeça (18 contos; traduzidos do espanhol por António Ladeira e Helder Semmedo). Entroncamento (Portugal), OVNI, 2006
Per difendersi dagli scorpioni, ed altri racconti insoliti (20 racconti; traduttori: Alessandro Abate; Mario De Bartolomeis; Federico Guerrini; Renata Lo Iacono; Carlo Santulli). Macerata, Progetto Babele / Stampalibri, 2009
How to Defend Yourself against Scorpions (25 short stories; translators: Clark M. Zlotchew, Emmy Briggs, Gustavo Artiles, Michele McKay Aynesworth, Alex Patterson, Jonathan Cole, Norman Thomas di Giovanni, Susan Ashe, Donald A. Yates, Naomi Lindstrom). Liverpool, Red Rattle Books, 2013
b) LIBROS DE ENTREVISTAS
Seven Conversations with Jorge Luis Borges [Siete conversaciones con Jorge Luis Borges]. Translation, additional notes, appendix of personalities mentioned by Borges and translator’s foreword by Clark M. Zlotchew. Troy, Nueva York, The Whitston Publishing Company, 1982
Sette conversazioni con Borges [Siete conversaciones con Jorge Luis Borges]. A cura di Lucio D’Arcangelo. Milán, Arnoldo Mondadori Editore, 1999
Hét beszélgetés Jorge Luis Borgesszel [Siete conversaciones con Jorge Luis Borges]. Fordította Latorre Ágnes. Szerkesztette Scholz László. Budapest, Európa Könyvkiadó, 2000
Borges chi si tan [Siete conversaciones con Jorge Luis Borges]. Traducción al chino de Lin Yi an. Pekín, 2000
Sapte convorbiri cu Jorge Luis Borges [Siete conversaciones con Jorge Luis Borges]. Traducción al rumano de Stefana Luca. Bucarest, Editura Fabulator, 2004
Sapte convorbiri cu Adolfo Bioy Casares [Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares]. Traducción al rumano de Ileana Scipione. Bucarest, Editura Fabulator, 2004
Sete conversas com Jorge Luis Borges [Siete conversaciones con Jorge Luis Borges]. Tradução: Ana Flores. Río de Janeiro, Azougue Editorial, 2009
Seven Conversations with Jorge Luis Borges [Siete conversaciones con Jorge Luis Borges]. Translated, with Notes and Appendix by Clark M. Zlotchew. Filadelfia, Paul Dry Books, 2010
Sedem radsgovora s Jorge Luis Borges [Siete conversaciones con Jorge Luis Borges]. Traducción al búlgaro de Boriana Dukova, Sofía, Enthusiast Libris, 2011
Sette conversazioni con Adolfo Bioy Casares [Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares]. A cura di María José Flores Requejo, Introduzione di Armando Francesconi, Traduzione e note di Armando Francesconi e Laura Lisi, Note alla traduzione di Laura Lisi, Pescara, Edizioni Solfanelli, 2014